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Una pequeña nota imperfecta para la reciente post-efeméride venezolana

De nuevo se nos acabó febrero en Venezuela y, en la boca de ALGUNOS, El Caracazo fue puro oportunismo e impostura. Como avispas fueron y vinieron las figuras de cartón con bocas más grandes que su cuerpo. Cartulones. Son los dueños de los megáfonos, o del silencio estruendoso, lamentablemente, porque no sólo están los que vociferan sino también los que ni siquiera quieren pensar realmente La Peste Histórica del Caracazo, sino de manera circunstancial al ritmo del Twitter o al ritmo del olvido absoluto y la omisión escandalosa.

Es una época de chivos expiatorios. Maduro pidiendo que lo crucifiquen por el aumento de la gasolina. Épico. Épico. Tremendo Acto Cultural de colegio (montado en la marejada de las microondas nacionales). Épico. Entre Ledezma, a quien hicieron coger a la fuerza el papel obligado de la cárcel (digo yo que a la fuerza), y Maduro, que representó el asunto en pleno Capitolio de pura voluntad y corazón adentro (memoria y cuenta del futuro), ALGUIEN nos ha armado un tremento  acto de chivos expiatorios, un acto más arrecho que los mil chinos de Recadi juntos y Lusinchi meando en un ascensor. La verdad yo no sé quién armó la vaina. Capaz fuimos todos por el arte de la sintonía de lo colectivo; al fin y al cabo, si algo democratizamos en estos años fue el espectáculo que ahora pertenece a todas las ideologías. El chivo expiatorio de «El  Caracazo» (y)/(o) del «Golpe Azul», por un lado, y el chivo expiatorio del aumento de la gasolina y del largo etcétera de los mil paquetes revolucionarios goteaditos pero de coñazo, por el otro. Incluyan en ese etcétera paquetero las reducciones de personal en pleno desarrollo en el mismo corazón socialista de los ministerios (black-out mediático total, parche-malter-martínez estaile y misión verdad hecha la willy como siempre, en casa de herrero, cuchillo selectivo de palo).

Esta época… Acto Cultural y Peste. A la hora de la verdad, al menos en el espacio de las decisiones y el performance político de los cartulones, el pasado sigue siendo un símbolo patrio para el evento de tarima de colegio que es siempre el Poder Político acá en Venezuela. Hasta el lenguaje y sus virtuosismos retóricos lo hemos convertido en una forma de Acto Cultural de colegio y debate grillúo de salón de clases. Debe ser por la arrechera que le tenemos al español que nos regodeamos tanto haciendo revoluciones por repetición de vocablos y hashtags tipo #1984 o #VenezuelaDespierta. O debe ser por esa misma arrechera que somo una tierra de insignes argumentadores, también. El lenguaje se nos vuelve laberinto y el pasado una tarima muy cómoda con sillitas para generales o para la difuminada y floreciente república de las teclas histéricas. [Si me pondo a divagar de repente recuerdo que un día nos «salvaron» a la democracia metiendo «preso» a CAP, con una comparsa simultánea de «notables» y demás. ¡Los condenados estaban escribiendo por adelantado los libros de texto de Historia del futuro! Y de repente recuerdo también que a Misión Verdad no le importan los trabajadores de los Ministerios o las fábricas del gobierno sino los trabajadores de la Coca-Cola].

Se nos va febrero entonces, quincena y el fin de semana. Se nos va febrero, Venezuela. Y Venezuela sigue halando la carreta entre el alzheimer, el show y la impostura. Muertos hay, con guarimaba o sin guarimba. Todos los días. Muertos hay. Un río de muertos. Aunque algunos le busquen las 30 patas al gato y se nos pongan escolásticos de la revolución, con guarimba o sin guarimba, hablando de la felicidad de la violencia de los Carnavales. No se trata de que le pidan la renuncia a su propio presidente y se hagan el harakiri… No sé chamo, el peo es que, a veces, tanto virtusismo de los argumentos se convierte en un mero ejercicio para voltear la cara… A veces parece que llevaran un pañuelo con perfume a la hora justa de estar en la poceta. A veces, digo.

Pero Venezuela no es sólo eso. En las venas no nos corre agua solamente, o plástico, o petróleo. Eso sí, precisamente como el pasado le hierve a uno por dentro, muchos se aprovechan y lo convierten en espectáculo. Antipiréticos intravenosos más estimulantes ultrapotentes. Fiebre con fiebre se paga y se apaga. El venezolano no es sólo disimulo, es una fierita paranoica bastante ocupada. Es anormal la cantidad de energía que se gasta aquí cada día para lograr la proeza diaria de mirar sin mirar; para vivir en el doblepensar permanente —como un dudamel que disuelve las pesadillas—; para armar virtuosamente castillos de naipes, repeticiones y rendiciones rabiosas; para componer el mantra que nos facilite el holograma sólido de la parcela política más segura y más sonriente. Todos queremos pertenecer a la liga de la justicia, o al menos olvidarnos del mundo resolviendo lo que es más inmediato en una cola o en un transeo —claro que así también se puede descargar la arrechera con ráfagas de ira—. Yo no sé si llamar a eso, en esta época, «disimulo». Quizás le convenga otro nombre más radical. Algo así como plastificación de las víceras. Paranoicas fieritas todos, pues. Y la indignación se nos va volviendo espuma.

Si algo he aprendido con mis silencios y a fuerza de recibir y dar coñazos, es que somos un caso ejemplar de los gritos y los mantras, pero también de la argumentación chucuta, del manoseo y de la insensibilización que fortalece una especie hipersensibilidad acomodaticia bastante posmoderna. No somos alquimistas, somo grandes petroquímicos de la mente. La verdadera industria de la energía en Venezuela no es el petróleo, es la del arte minero-intelectual-extractivo-rentista de ingeniarse las mil maneras de no ver al otro o de hundirse en la ciega necesidad de resolver el presente con las mil mangas de la artimaña. Y se nos pasa el tiempo en ese ejercicio interminable de «sitiarnos» los unos a los otros sin mirar más que la existencia política como una comparsa de cartulones con voz y cartulones sin voz. Entre tanto barullo, vamos a ver qué tanto nos sirve no ser sólo eso.

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