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Entrevista al poeta José Delpino (Revista Arepa)

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6 enero, 2014 · 6:58 PM

Fanes

un parque de estatuas blancas
el afiche de un cuerpo envuelto en sierpe
alas de utilería —no de ángeles—
un libro de ocultismo
en el cuarto del hermano
revistas pornográficas apiladas
cuerpos impresos
en papel brillante
el nombre olvidado de una deidad griega
una mujer en tetas y detrás
un tren de colección, detenido, sobre el pubis verde de los rieles

fanal brotando luz espesa
extenso panorama de la piel
una larga deuda de miradas, de luces ambiguas en bordes
escamas de metal, tras las bisagra del resplandor
tras el negativo del destello
en la ceguera de la entraña

la plata pulida, yuxtapuesta
redondeada frontera, sobre el negro impreso de la tinta del papel
la portada de un disco
haciendo las veces
de la noche más  quieta
más sólida
lecho fértil
para el relieve metálico de las escamas
que cultiva el incendio
para la piel desconchada en cal
para las distancias de la sed
que arrojan verbos contra paredes

el esponjado satín
en el contorno de la polaroid sobre la silla
que dice, repetidamente, con golpes, que aquel cuerpo ya no existe
que es la certera ausencia de una presión sobre los pechos
La hija de la lágrima al lado
de un libro de Kerényi
soleadas platabandas
densas murallas de noche
plantabandas
armazones blancas
con un lado que no tiene sol

sobre la biblioteca para armar
el naranja de los leones en cópula
que se recortan contra la pared celeste
y en picada
el recuerdo de la copa rota del envoltorio
derramada sobre el piano impreso
dentro, el CD amarillo
con una carta
pulsar repetido de acústicos fantamas

la lista de souvenirs del deseo
es un largo cliché que no escarmienta

sobre los ojos
sobre los oídos

alguna canción de madrugada
por interminables escaleras anchas
altares
calles desiertas
mantra de labios
que caen como flores en el aire espeso

ficciones del cuerpo
pasillos de espejos
hacia jardines distantes
ficciones rotas en su tránsito
a medio decir
cuerpos atravesados de distancia
a medio medir
espejos y espesores
higienes trastocados
repetidas promesas sobre bidet
repetidas sábanas sucias
irresponsables declaratorias
retracciones infinitas

el juego de apostarlo todo al espejismo de lo tangible
es un aéreo bestial
apéndice de hexágonos
un flagelo de hipnotismo, autocontenido
en presión hacia el afuera
un encuentro de seres inexistentes
que arrojan cartas de una memoria no hecha

viene el incendio
del silencio
el bramido imaginario sin rostro
la evidencia de un cuerpo
es decir
la tangibilidad del azar velado
que es inaccesible siempre
detrás de un sol incandescente

la luz de un pecho incrustado se parte
rasgando el velo oscuro
y se clava en la distancia un recuerdo inmenso
que de inmediato se nos olvida
—las cosmogonías de Eros
pueden ser siempre tan tangibles como ficticias—

ENTONCES
el océano se vuelve un bisonte muerto
y su lengua es dulce como una colmena roja

TODO
es la hipótesis absorta
la presencia ausente de la carne y de la luz
del tú
y su nada ahíta de sangre
del tú
y la piel velamen extensa
del torso elevado
y la piedra en vilo del suelo
la fruta en medio del vacío: testículo del aire
los balancines ciegos: la procacidad de los campos

TODO es la hipótesis absorta

ENTONCES
la teta sudará profusa y fría
surgirán machas sórdidas sobre la tela más blanca
se sumarán estatuas satinadas a la llama del anhelo

porque interminable
es este ídolo de carne:

extenso parque de estatuas blancas

densa bisagra

y TODO

hipótesis absorta

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Tecleo / Movimiento Detenido

El gesto indeciso del portero, mientras afuera hacen hilera hombres en abrigo, mujeres en abrigo, manchados de cal, promiscuamente ordenados por sus rostros, esperando la llegada de sacos de alimento, que resuelvan un largo invierno del polvo en las entrañas. Gris de utilería. Ciudad de teatro. Teatro de la puerta estrecha. Final de Partida. Opera de los dos centavos. Dramo. Café de los tulipanes en Chacao. Falsa Europa y una fila de hombres, larga, frente al teatro de los estómagos. Las puntas de los dedos secos por la guerra de los días. Abrigos gruesos llenos a reventar de repuestos para teclas, que al llegar se deshacen en esta habitación de cancelas de aluminio. Todo el gris entra, plomo de teclas, y es la inminencia de un himno mudo, por la ciudad, por los estómagos, por el papel (pulpa o píxel, dedos atentos) y su infinito resplandor de nada.

En el borde del balcón, el sonido de una Olivetti aceitada que nada por el viento. El desvelo del adolecente en insensatos ejercicios de mecanografía oficinesca, o en melancólicos e interminables trabajos escolares sobre Geografía o Educación Física. Es torpe el sonido de la Olivetti; y muere apenas unos pocos metros después de esta ventana de celosías estrechas, clausuradas al monóxido de los garajes y playas de estacinamiento.

El aire está convertido en pegoste brilloso sobre las cancelas del tórax. Consumo mi dieta, frugal, parado sobre el aire, o echando raíces sobre el tiempo que me excede. Hay una puerta abierta en mi ojo que conjuro con la mecanicidad tipográfica de obsesivas combinaciones, exhaustas. Un niño espiando desde el marco de una puerta pasada la declara o la revienta. Desde alguna habitación de clausura y descubrimiento temeroso, mis dedos tocan en las teclas puntiagudas, violencias hacia dentro en la memoria; que se raja como una cabra en sacrificio sobre un suelo caliente y árido, o sobre un tarantín de palos en algún camino de Jadacaquiva. Por el centro pleno de una península polvorienta, una caravana de motores calientes que atraviesa el mapa.

Automóviles detenidos hablan su termodinámica en coma, por la autopista: pulpo, araña, escorpión, sumidero, guaire, sierpe, serpentina. (El techo carnoso de un pulido carro que acelera en la pantalla y al segundo se detiene, imposible). Bordeada de cauchos va siempre mi estadía en las afueras. En la esquina, grasa de luna de un cuerpo partido de perro: olor que no se olvida. Se escuchan tacones descabezando un zippo. Escaleras. Una mano asegura la gaceta hípica en el bolsillo rápido hacia el vagón. Y dos hombres se cruzan en las escaleras, chocan los hombros con su rabia sin ni siquiera mirarse ni hablar, abstraídos en una meta imprecisa, convertida en glúteos que proliferan. La falda roja. Un buen culo bien puesto en un bluyín. Agua mineral, pornografía de quiosco, bolsa de papel estrujada, cuellos preparados y aguakina. El olor morboso del cuarto de un tío alcohólico. Las alfombras rojas, que enloquecen minuto a minuto los ojos que nos las miran. La ceguera adaptativa de los olores, trazando topografías incomprensibles, en la miseria del mapa. Dedos sucios hundiéndose en cera, hundiéndose en helado, en grasa de cocinar jabón. Y este Yo de teclas que siempre de lejos viene y escribe las maquetas de un río en cuyas horas no descansa.

Escribo palabras en una república de aire fundada de peste. La palabra —manos sobre hombros desnudos. La palabra —manos sobre telas imprecisas. La palabra —lenguas sobre pared fría. Me levanto y camino: Agua alzada: Cocadas en trapecio: Escamas de pescado cayendo en plena vía: Jugo de naranja en hilillos secándose bajo el sol de la calle. Todo junto y, abajo, el brillo del carite sobre asfalto. Lhasa de Sela que suena en el repro de la cocina, mientras repollos morados sueltan sus jugos en la sartén. El aire festivo, el aire estancado de domingo en domingo, el calor de agosto y el permanente estruendo motor de la Urbina, extático tras una corta barrera de árboles y el brocal levantado de siempre.

Desayunos de madrugada. Fanáticos tecleos. Ciudadanía de teclas ejercida sin pausa. Ejército de cuerpos desnudos a las puertas del hambre, a las puertas estrechas de la ciudadanía de ropas cortas, rotas. Pensamientos lerdos de madrugada. Hierve en una olla la palabra huevo. Hace burbujas de agua casi seca sobre la pequeña olla. Cae la palabra huevo en el sedimento calcinado, blanco sobre el aluminio, como un sudor de agua ida, láminas de hambre alineadas pulcramente. Huevos cocidos para el desayuno, y pan. Horas de des-ayuno. Personas que trotan de madrugada en mis sienes. Palabras en serie revientan la brisa como un torbellino de basura. El vestuario en punto sobre la cama desordenada. La higiene. El mensaje de los músculos en partida. El loro que repite desde su ventana piropos aprendidos de lejos en el taller mecánico de los Símbolos. La palabra agua. La palabra cal. La palabra suelo. La palabra masacorporal. La palabra carrito, camionetica, cafecito. El ritual de lo que despierta y siempre es lerdo, insistente, necesario. Un poema de Vallejo recitado a media voz sobre la cama, inaudible tras los muros. Muelen los huesos de un perro en el callejón. Mueve la cola un perro. Aparecen los remos de la cruz sobre la pared blanca. Los golpes de Dios son mi par de ojos bizcos plantados sobre la hiperabundancia del tarantín urbano. Puntual, a pie, siempre, desde la Urbina hasta Petare, entre las venas congeladas de la tranca con mi suela. Puntual. Con prisa. En el gentío.

En la esquina mutilan los lacrimales inútiles. La comarca de las anulaciones está servida; como ración; sobre el polietileno. 230 puertas abiertas se combinan en el tiempo para el desperezamiento simultáneo. El pasillo desteñido de rombos. Papel tapiz de niños montañeses del Tirol. Papel tapiz de cascadas en la sala de espera de la odontóloga de la cuadra. Papel tapiz que arranco entre dientes de sueño. Doy saltos en el tiempo, que se raja como el avión entre las nubes raja la presencia de lo celeste y de lo inmenso. Doy saltos de turbina y aspa de abanico, perdón, de ventilador. La enfermedad buscada de la memoria. Alguien de cortos años tras la puerta se masturba con hielo, y tras la pantalla, en los píxeles, un mar de polvo nieva hacia las sábanas. Lo llaman espera. Lo llaman ocio. Lo llaman lascivia prematura. Quizá sea la mendicidad violenta que siempre ejercemos sobre nuestros cuerpos; un ser alegórico que se da la mano todos los días con su amigo el morbo intangible. Viene la costra invisible por el cerebro de las calles atravesadas de las mentes. Unos viejos juegan ajedrez en Sabana Grande. Alguna gente busca municiones que se terminaron.

Tecleo, mientras nos aglomeramos en hervideros estáticos, violentos, ociosamente móviles. Tecleo un poco más. Soy ciudadano de teclas, y me escondo de la calle a ratos, pero no puedo. Fundo plomo / de abrigos / de inviernos ausentes / de charcos / de hombres en fila / de teatros estrechos. El minutero está rojo-inerte, en la resonante dimensión telúrica del cuerpo dormido mientras yo estoy despierto. Siempre hay un cuerpo dormido, o roto y despierto, en esta palabra que escribe y que despierta al filo de la frase con ganas de ayuno.

Suena la palabra alba. Suena fuerte; como un silbido, como un pedo, como el arranque reparado por el abuelo Miguel o la libación de la gasolina de su boca al carburador abierto / quemadera celeste, como un mechero negro, boca-arriba. Suena la palabra alba como un pedo. Me despierta y voy por el desayuno. Decapito entonces la noche, con  las noticias del día, y luego de gastar mis teclas una vez más, me visto, cOmo que jode, preparo mis ojos bizcos, —envidia del omnipresente—, y salgo a la calle.

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