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Apuntes sobre huellas (1)

No hay trascendencia posible en la palabra, sino la belleza, esa cualidad intangible de los objetos girando en torno a la gran herida, o en torno a la muerte, pasando el umbral negro donde cifra y sonido dejan sus marcas. «A nosotros nos queda hacer de la máscara el propio rostro». Sólo así se puede ir más allá de la página, con el ritmo de los vocablos, que se entornan, que abren caminos, que abren espirales por las zonas del mundo. Sólo así, se puede ir con esta carne, que derrumba su suelo, camino negro donde el sueño colinda y no regresa. No son trascendencias. Incluso a pesar del mérito que le acarreen a ciertas personas. No es la labor del elegido que detenta la palabra esencial. Son trasvases entre lugares, lenguajes, zonas. Son intercambios, transacciones de materia, que tienen tanto de trabajo arduo como de ocurrencia fortuita. La palabra es siempre, cuando la miro así, una tentativa de trasvase; no me trasciendo en ella. Si hago algo con ella, para ella, es precisamente decretar, más todavía que nunca, la intransitividad de la materia que existo.

En todo caso… el lenguaje que sirve de prótesis a este cuerpo, la socialidad inevitable de ese lenguaje que me alimenta, y la socialidad de estos cuerpos que llamamos humanos, todo ello suma un prontuario de trasvases o una “trascendencia” más bien de venas cerradas hacia cualquier arriba; abiertas en desagüe hacia el mundo.

El tiempo es una materia que he querido recorrer en diversas tentativas. El mundo que cae sobre sí mismo. Cómo vivirlo, sino por el movimiento de estos espesores. El reloj de cuello sobre la cabeza de nieve. La espalda dando espalda al reloj colgado. El cuello del ahorcado a la hora. La hora marcada por las herraduras de los potros, por el volumen de las crines mojadas. El segundero de la palabra que promiscuamente marca pasos sobre el brazo de la frase. He querido, he intentado, hacer del tiempo una superficie en las palabras, una explanada habitable. O mejor dicho, un suelo donde el cuerpo pueda caer mientras rumia sus palabras; un mar agitado de verbos que cuaje y que sirva de suelo donde no haya suelos. No sé si cuajar suelos de palabras sea una forma de construir trascendencias, o esencias, o moradas. El trasvase del que hablo me parece más bien una inmanencia y es siempre precario; pues siempre necesita, en cada presente, el cuerpo prestado que se hermane con la página o con el sonido. Cuando a la palabra trascendencia se le dé un sentido más precario, más terreno, menos familiar a las jerarquías, podría quizás empezar a utilizarla sin tantas incomodidades. Cuando esas palabra se enteren de la precariedad sustancial de los valores que construyen, cuando se asuman como hipótesis de la materia, podrían quizás, esas palabras, en su ejercicio, hacer una fortaleza de miserias al borde de una playa. Trascendencias, esencias, moradas, entre tanto, prefiero pensarlas como jerarquías inestables dentro de las cuales quizás no pueda evitar se etiquetado. Más que como propiedades esenciales de los poemas, del arte, los rituales o de lo que sea, prefiero pensarlas como ficciones. Pero, al fin de cuentas, entonces, ¿cuál es la diatriba? La diatriba es hacer visible la historicidad precaria de cualquier línea que quiera incrustar en un libro. Hacer visible, también, la ficción que acarrea cualquier saber que se coloque sobre la balanza del oro.

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